“¡Lo tiene usted como nuevo!”. Maniobraba con cuidado en el muelle 5 del puerto de Algeciras, para que el largo voladizo delantero del Celica no se enganchara en la rampa de acceso al “Ciudad de Málaga”. El empleado de Trasmediterránea me ayudaba con indicaciones mientras observaba el coche con admiración. “Pues va a cumplir 23 años”, le respondí. Y con la seguridad del que basa lo que dice en un recuerdo vivo, me dijo: “Lo sé, monté en uno igual el día de mi Primera Comunión”.
Era la primera jornada de nuestro viaje al Sahara con el Celica, e íbamos a romper una regla básica de los viajes: no conduzcas de noche por lugares desconocidos. El barco zarpó con retraso, atracó con más retraso, el cruce de la frontera tuvo la tardanza habitual, y nuestro hotel en Tánger era un minúsculo riad en una callejuela de la medina. Y además era sábado por la noche. Cruzar las avenidas de la ville nouvelle, repletas de coches y de gente, requirió decisión y a veces arrojo para meter el morro del Celica en el caos de Mercedes antiguos, Dacias nuevos y autobuses llenos. Atravesar una de las grandes glorietas fue un paso más en la emoción, porque un alcance múltiple había bloqueado una parte, y la otra se liaba por los conductores que miraban un deportivo rojo y bajito que se abría paso entre el caos. A la altura del Grand Socco, el coche casi no cabía en las estrechas calles abarrotadas por igual de chilabas y ropa occidental, subimos por la rue de la Kasbah bordeando la muralla, y ahí se perdía incluso el Google Maps cargado en el iPad. De modo que condujimos hasta que las calles se convirtieron en laberintos peatonales, y dejamos el Celica descansando de la primera etapa, mientras nosotros caminábamos hasta el Riad Albarnous.
Tánger es ahora una muestra de los extremos económicos y sociales del Marruecos de hoy, que no olvida su pasado de ciudad internacional. El nuevo puerto y las muchas fábricas son los símbolos visibles de la enorme inversión que le ha caído a la zona, en la que ahora se asientan los marroquíes jóvenes, multilingües y con estudios que antes emigraban. Son las consecuencias esperadas del plan de modernización Tánger Metrópoli, que aun añadirá el primer tren de alta velocidad de Africa, que unirá Tánger con Casablanca y que se adjudicó a los franceses sin concurso.
Ya hay avenidas, buenos pisos, centros comerciales, tiendas de lujo y coches pintones. En el centro se mantienen la kasbah y la medina, solo que limpias y orientadas al negocio, no a la presión sobre los pocos turistas. Y el antiguo puerto comercial tendrá en 2016 amarres para 1.610 yates, frente a un paseo marítimo remozado y domado.
A la mañana siguiente, nos llovió al pasear por una kasbah aun ajena a estos cambios. Quieren remozarla, y ojalá no la conviertan en un parque temático para los turistas de los yates; me vale con que cumplan con el otro objetivo que se han marcado, que es eliminar atascos como el que nos tragamos ayer para llegar al hotel. Y, sobre todo, que no borren el pasado con el que nos topamos en cada esquina: “Almacenes Alcalá. Tejidos. Novedades”, reza el cartel de una tienda con aire español y sesentero, no lejos de un Café Tingis, en cuyo toldo se lee: “Todo Siempre Rapido Fresco”, así, con el exceso de mayúsculas compensando la falta de tildes y comas. Al borde de la muralla de la medina, el Grand Socco sigue recordando que Tánger fue Zona Internacional desde 1912 hasta la independencia de Marruecos en 1956, con la administración compartida por Francia, España, Gran Bretaña, Portugal, Suecia, Países Bajos, Bélgica, Italia y Estados Unidos. Sentados en las escaleras del Cinema Rif, aun en uso, queda a la derecha el cementerio judío, al borde de la rue du Portugal, y al frente los cementerios cristiano y musulmán, entre la rue d’Italie y la avenue Hassan I. A la izquierda, tras una mezquita, está St. Andrew’s Church, construída en un terreno cedido por la Reina Victoria de Inglaterra. Tiene una mezcla de estilos arquitectónicos y usos religiosos: iglesia anglicana con arcos moriscos, cruces cristianas sin imágenes por respeto al Islam, inscripciones del Corán en alfabeto sufí, bancos de madera sobre fondo de paredes encaladas como en una capilla andaluza. Hasta un mihrab para orar mirando a La Meca y un rincón adaptado a los judíos. El cementerio del jardín acoge la tripulación completa de un avión de la RAF derribado el 31 de Enero de 1945; el tripulante de más edad tenía 21 años. Otras lápidas son biografías de la era colonial: Basil Scott nació en Bombay en 1859 y falleció en Tánger en 1926; William Kirby Green descansa en Tánger desde 1945 tras haber sido el Comisionado de Nyasaland, el actual Malawi.
Un paseo hasta la ville nouvelle supone disfrutar de un derroche de arquitectura colonial francesa, ver Tarifa desde la Terrasse des Paresseux (la terraza de los perezosos), o degustar un té a la menta en el Grand Café de Paris, frente al impecable Consulado Francés y la oficina de Royal Air Maroc. Algunas calles más abajo languidece, avergonzado tras la preciosa valla de forja, el Gran Teatro Cervantes, que tras su inauguración en 1913 fue el teatro más grande y más conocido del norte de Africa. Hoy parece esperar la muerte, olvidado por su titular, el Estado español. La achacosa fachada, con azulejos, relieves, estatuas y marquesinas, no es más que el anuncio de un interior que fue espléndido.
Nos anochece con otro té a la menta en la azotea del Albornous. Alrededor, edificios viejos de la medina restaurados para ser hotelitos de capricho al gusto occidental, junto a construcciones decrépitas cuyas terrazas comparten la colada y antenas parabólicas herrumbrosas; algo más lejos, la playa y su paseo marítimo occidentalizado. Y en las afueras, las obras de quince aparcamientos, 25 colegios, un palacio de congresos, hoteles,… Para no olvidar el pasado, en la recepción del hotel está la prenda que le da nombre, una que perteneció al abuelo del propietario: capote de lana, con capucha y mangas, que no se debe confundir con una chilaba, aunque se le parezca, que usaban los pastores para protegerse del frío. Del árabe al’burnous pasó al español para definir una bata de baño.
Larache está a menos de cien kilómetros en términos geográficos, y a muchos años en situación económica. Fue fundada, ocupada, destruída y reconstruída por varios países en muchas ocasiones, se convirtió en el puerto más importante del protectorado español, y ahí parece haberse acabado la historia. La desembocadura del río Lucus, en cuya orilla izquierda se asienta la ciudad, sigue teniendo el poco calado que dificultó tantas invasiones que acabaron en naufragio, y la autopista del Atlántico parece esquivar la ciudad, lo mismo que las inversiones. Aquí no hay grandes hoteles, menos aun avenidas, y el puerto no es más que pesquero. Mientras disfrutamos de ensalada marroquí, sardinas a la parrilla y té a la menta para dos por 68 dirhams, unos seis Euros, no vemos un solo extranjero. La antigua plaza de España, actual place de la Libération, aun luce preciosos edificios coloniales en estilo neomudéjar. Por la puerta de Bab Barra se llega al zoco de la alcaicería, construído por los españoles en el siglo XVII, donde la ausencia de turistas permite pasear con calma y ver cómo un zoco actual es la versión física del milanuncios.com occidental: se vende todo, nuevo o usado, útil o inútil, incluso aquello que se podría tirar, en la confianza de que a alguien le sirva y se puedan sacar una monedas. Pero eso es todo. Salvo el Consulado de España, el centro de la ciudad es una colección de edificios a punto de caerse, sean coloniales o anteriores, como la fortaleza que los portugueses levantaron en el siglo XVI, y que ahora está a punto de derrumbarse sobre las basuras que la rodean.
Nuestro alojamiento es el Villa Zahra, un hotel de una habitación (?) ubicado en la orilla derecha del Lucus, propiedad de Philippe de Montbarton, un cocinero francés que tuvo restaurante propio en St. Tropez, se divorció, vino a vivir a Larache, se casó y se convirtió al Islam. Confiesa que hace diez años que no prueba el jamón, pero que cuando en su trabajo lo corta para servirlo, aun siente cómo la boca se le hace agua.
Casi seiscientos kilómetros de autopista y de lluvia nos hacen falta para llegar a Marrakech. Desde que se abrió la autopista y hasta hace unos años, había que andarse con mil ojos con los vehículos lentos por viejos y la posibilidad de que niños, ganado o niños guiando ganado, la cruzaran. Ahora ese peligro ha desaparecido. Ya no ruedan por aquí los vetustos camiones Berliet o Bedford, ni los Peugeot 504 “pick up” cargados de cabras. Ya no se cruza la autopista a las bravas, porque hay vallas laterales y se están instalando puentes. Pero no hay que bajar la guardia: en cualquier momento un Porsche Cayenne Turbo o similar puede surgir de la nada a velocidades ilegales incluso en Europa.
Al salir de Larache, con lluvia intensa y niebla intermitente, había encendido las luces del coche, antinieblas incluídas. Un rato después me dí cuenta de que el resto de los vehículos las llevaba todas apagadas. Aun no me había africanizado del todo. Llegando a Marrakech nos concentramos para afrontar el reto del día: cómo encontrar, en una ciudad de 1,6 millones de habitantes, un riad de cinco habitaciones ubicado en una callejuela a la que se llegaba por una calle peatonal a la que se llegaba desde un calle de la medina. La mezcla de Google Maps, sentido de la orientación y fortuna lo permitió: primero, rodando con mil ojos por las avenidas y rotondas de los alrededores, y luego cruzando la muralla por Bab Lalla Aouda Saadia para seguir por Dearb El Aisa y luego por rue Rachidia. Rodábamos despacio para no perdernos, aunque como siempre presionados por el ritmo enloquecido de las motos que te rodean como un enjambre de abejas. Mirando a la vez hacia delante, al iPad y por los retrovisores, vi en un momento que el usuario de la moto que estaba detrás llevaba el caso sin abrochar y conducía con una mano, porque con la otra sujetaba el móvil por el que hablaba. La siguiente vez que miré, era otro tío en otra moto, esta vez con sus retrovisores de varillas doblados hacia dentro para caber por sitios más estrechos. Antes de que la calle adelgazara tanto que el Celica no cupiese, lo aparcamos en un lugar aparentemente seguro y caminamos hasta el riad Djebel, un sosegado oasis de silencio en medio del frenesí de Marrakech.
Se cumplen ahora 25 años de mi primer viaje a Marruecos, y día a día no puedo evitar las comparaciones entre lo que ví entonces y lo que veo ahora, en 2014. Sí huyo, al menos todo lo que puedo, de establecer juicios de valor sobre si el cambio es a peor o a mejor. Y sin embargo sé que voy a dedicar mucho tiempo de este viaje a esos juicios, como cuando entramos en la plaza Djemaa el Fnaa. Ahora está pavimentada por completo y barrida a diario. Al caer la tarde, antes de que una muchedumbre de turistas la aborde, un ejército de hacendosos marroquíes instala cientos de puestos de frutas, zumos y recuerdos, más decenas de chiringuitos para dar de cenar. Hace años, en medio del polvo y del desorden, vendían hachís e imitaciones de ropa de marca; ahora venden imitaciones de ropa de marca junto a Samsung Galaxy 4 y iPhone 5 (¿reales o también de imitación?). Y los esfuerzos para atraer a los turistas a cenar a cada entoldado son una sucesión de gritos y chistes en varios idiomas. No, no voy a entrar en cuál de las dos plazas es mejor, si no en algo más complejo: lo que los marroquíes ofrecen ahora a los turistas, ¿es más o menos real que lo de antes?, ¿muestran el Marruecos de hoy en día, o lo que los marroquíes creen que sus visitantes esperan?
Sigo dándole vueltas al asunto a la mañana siguiente, al pasear sin rumbo por la medina y toparnos con las consecuencias de la globalización. Más o menos la mitad de los vendedores lleva el mismo corte de pelo que un futbolista portugués que juega en un equipo español. Más o menos la mitad vende la camiseta de un futbolista argentino que juega en un equipo todavía español. Y todos hablan ininterrumpidamente por el móvil y visten ropa occidental. ¿De verdad son así, es así como quieren llegar a ser, o es un ejercicio de mimetismo con sus clientes para mejorar las ventas?
Buscamos un regreso a la realidad y al pasado y visitamos la Maison de la Photographie, una formidable colección de fotos del Marruecos de verdad, tomadas entre 1870 y 1950, de antes del colonialismo a casi su final. Es un recorrido por personas, costumbres y vestimentas que ilustra el cambio de un país aislado de Occidente en el siglo XIX y a su rebufo en el XXI. A pesar de ello, hay quien a la vez conserva las tradiciones y vive de ellas, como Bennouna Faissal, que en un local de un callejón cercano ha instalado un telar manual y vende lo que elabora. Eso sí, lo explica en inglés y francés, y ha adaptado su oferta a los gustos de su clientes extranjeros: si los hombres occidentales gustan de llevar en invierno bufanda aunque lo llamen foulard, Bennouna Faissal se los hace, aunque en árabe se llame chal. Y como la lana local es demasiado áspera para los cutis extranjeros, la mezcla con algodón importado. Salimos del local con algunas compras, camino de la excepcional mederssa Ali ben Youssef, en la que hasta 900 estudiantes alojados en 132 pequeñas habitaciones (ciertamente apretados) estudiaban textos legales y religiosos. “Tú que entras por mi puerta, que tus más altas expectativas se vean superadas”, viene a decir el texto que da la bienvenida en la entrada desde el siglo XIV. Y lo cumple con las cúpulas elaboradas con cedro del Atlas, con las mashrabiyyas de los balcones, los ornamentos hispano moriscos del patio, con arcos de estuco, mosaicos policromados y un mihrab en mármol de Carrara.
Rematamos la búsqueda del Marruecos real en el barrio de los tintoreros, en una zona aun no convertida en parque temático, donde aun usan excremento de paloma para conseguir amoníaco, y tintan de rojo con amapolas, de naranja con azafrán y de azul con índigo.
Nos vamos a ir de Marrakech y sigo dándole de vueltas a los viajes de ahora y a los de antes. Hemos perdido ese componente de aislamiento que suponía un viaje, ese alejarse del día a día propio y encerrarse en una realidad ajena que marcaba la carencia de comunicaciones. Las llamadas de teléfono se hacían de fijo a fijo, a través de un locutorio con cabinas de madera por las que se colaba el griterío local, con largas demoras y voces cruzadas de telefonistas en varios idiomas que hablaban de retrasos, conexiones y culminaban en un “le pongo con Madrid”. Ahora, cualquier riad, ksar, kasbbah o villa tiene una wifi estupenda, y muchas tardes terminan con un té a la menta mientras la lectura de la prensa occidental en versión digital le deja a uno entre estupefacto y triste, pensando si volver al supuesto progreso de Occidente o quedarse a vivir en un palmeral. (Continuará).