La oferta era demasiado tentadora como para no encabezonarme y admitirla entera: un torneo formado por cinco rutas de bici de montaña por la Sierra de Madrid, con el equilibrio justo entre dureza y disfrute, un buen organizador y la seguridad de desenvolverse entre paisajes preciosos.
En Diciembre pasado comencé el entrenamiento y el 27 de Enero, tras una semana de lluvia, nieve y viento tomé la salida en la XXII Clásica de Valdemorillo. Por fortuna no llovió en toda la mañana, y el viento había dejado el terreno en condiciones ideales: la humedad justa para que no hubiera polvo, sin dejar los caminos blandos.
Los 37,3 Km. eran un sube-baja interminable, con más subidas hasta el avituallamiento del Km. 19 y más bajadas de ahí en adelante. Las rampas de los Km. 3 y 5 me las tomé con calma, y en el 9 tuve que parar: el amortiguador Fox acusando el paso de los años, perdía presión en retención, por lo que el pedaleo se hacía incómodo. Generalmente ruedo con 180 psi, que son 12,4 kg/cm2, y me había quedado en unos 100 psi, 6,9 kg/cm2. En previsión llevaba la bomba pequeña que se emplea en estos menesteres, de modo que ajusté presiones y seguí hasta el avituallamiento. Comí, bebí, ajusté de nuevo al amortiguador y seguí moderando el esfuerzo hasta el barrizal del Km. 34. A partir de ahí, el barro hacía chirriar los frenos y fallar el cambio, hasta que el cruce de charcos o el vadeo de ríos lavaban las piezas, el cambio funcionaba y parecía que los frenos existían. Y así hasta el siguiente barrizal, el siguiente charco,… En la meta al amortiguador le quedaban 50 psi y ni a la bici ni a mí se nos reconocía bajo el barro.
Después de reparar el amortiguador llegó la primera edición de La Rocosa, en Moralzarzal. El planteamiento era el mismo que en Valdemorillo: después de una semana de lluvia, nieve y viento,… solo que esta vez llovió durante la prueba. Y mucho. Los dos mil inscritos salimos de Moralzarzal mirando con miedo las nubes, que empezaron a descargar cuando estaba en el Km. 6, y no dejaron de hacerlo en todo el día.
El inicio tenía desniveles suaves en pistas rodeadas de monte bajo, pero al llegar a Manzanares El Real comenzaba una subida que nos hizo resoplar hasta el avituallamiento del Km. 20. Solo que a esas alturas los desniveles eran lo de menos: la cantidad de barro era tal que hasta algunos tramos llanos eran impracticables, y se hacían empujando la bici mientras se chapoteaba. Y las subidas o bajadas sobre piedra húmeda o directamente embarrada eran una sucesión de equilibrios inciertos. En el Km. 15 se me habían calado las piernas y los pies. En el 20 los guantes. La chaquetilla es impermeable, pero el agua se colaba por el cuello y subía desde la ropa interior empapada. La bolsa en la que llevaba las herramientas y una cámara de fotos se mojó, así que los guardé en la mochila de agua: más incómodo, y más peligroso en caso de caída, pero no quería volver a casa con unas herramientas oxidadas y una cámara inútil.
Más allá del Km. 30, y después de dos sustos gordos, me paré a mirar los frenos: el barro había erosionado las zapatas, de modo que las traseras habían desaparecido, y las delanteras estaban a menos de la mitad. El agua me caía por el casco, y los guantes chorreaban mientras, a la salida de un bosquecillo, pensaba en qué hacer. Alcé la vista en busca de una solución y, allí abajo, entre los árboles y la niebla, vi Moralzarzal. Me dejé bajar hasta la llegada con cuidado, anticipando las maniobras todo lo que mis manos entumecidas me permitían. Al menos, había acabado las dos primeras rutas.
En los días siguientes lavé la ropa y los accesorios que utilicé, limpié el maletero del coche y las cinchas con las que dentro de él ato la bici. Y necesité varias horas para quitarle el barro con mangueras, esponja, cepillo y limpiador de contacto, sobre todo en los platos, piñones, frenos, pedales y articulaciones en general. Luego engrasé, ajusté, puse zapatas nuevas y volvió a ser la preciosa Specialized Stumpjumper roja, blanca y plata que me acompaña hace ya un montón de años.
La tercera ruta llegó a mediados de Marzo, en una mañana soleada, sin viento ni casi nubes, en los alrededores de San Martín de Valdeiglesias. Después del invierno y la primavera más lluviosos desde que existen registros, los primeros días de sol habían dejado el terreno seco, duro y hasta polvoriento: gafas sucias, relojes pocos visibles y toses esporádicas fueron las consecuencias.
Me equivoqué al no tomarme con calma la subida por un pinar entre los Km 7 y 17, por lo que en el avituallamiento del Km. 12 me pesaban las piernas. Comí, bebí, descansé y me mentalicé para afrontar el sube-baja entre pinares que me esperaba hasta el Km. 25. Desde allí se veía San Martín pequeñito y muy abajo, así que me tiré con ganas por un descenso de seis kilómetros de nuevo entre pinos, por caminos cubiertos, claro, por agujas de pino. Eso significa muy poquito agarre. Salvé una de esas derrapadas de rueda delantera que los de Moto GP evitan empujando con la rodilla, solo que no sé cómo lo hice yo. Y llegué a San Martín tras 2h 40’ 06” de pedaleo neto.
La propina no llegó a final de año, si no a su mitad, porque unos días más tarde, hojeando la página de Internet de “Test The Best”, ví que incluían una ruta nocturna de 15 Km. por los alrededores de Cercedilla. Al principio me pareció un riesgo tonto, luego dudé, y a continuación me inscribí. Repasando las fotos de la edición de 2012, ví que la mayoría de los participantes se atrevieron solo con un faro de leds colocado en el manillar. Pocos llevaban otro en el casco, y la organización solo exige una luz blanca frontal y otra roja posterior.
Compré una linterna frontal que fijé al manillar, y sujeté al casco con bridas una de las que se colocan en la frente con una cinta elástica. Salí una noche a probar así por una pista conocida, y me sorprendí al comprobar lo tremendamente despacio que se rueda incluso en las zonas más sencillas. ¡No se ve nada!
El día de la ruta lo confirmé, y en lugar de disfrutar de las vistas de la ciudad de Madrid desde los inacabables pinares, me dediqué a esquivar en unos casos y a tropezar en otros con ramas, raíces y piedras. El miedo a caer rodando pendiente abajo no me dejó disfrutar lo suficiente de lo que podía haber sido una formidable experiencia.
La cuarta ruta del año, a finales de Septiembre, era la prueba de Las Rozas, conocida por que incluye la subida de río Chico: 5 Km. resecos, con más de 200 metros de un desnivel formado por tramos de piedra suelta y tierra muy dura. Como ya había participado en la edición de 2012 me sabía la receta: con calma hasta el Km. 5, dosificar las fuerzas hasta coronar Río Chico, y disfrutar desde ahí los senderitos entre encinas y la bajada al río Guadarrama, sin olvidar los tres últimos kilómetros, que son cuesta arriba. Así lo hice, bajándome de la bici y empujando en río Chico, porque hacerse el machote es innecesario, disfrutando mucho de los senderos que serpentean entre los encinares que hay al pasar Colmenarejo, y corriendo los riesgos justos al bajar hasta el río Guadarrama, al que casi me caigo al vadearlo. Menos mal que lo evité, porque bajaba francamente frío.
En realidad, todo lo que va contado hasta aquí no es más que el entrenamiento, el aperitivo, para la última prueba del calendario: la Ruta Imperial, que salía de la misma fachada del Monasterio de El Escorial. Me había inscrito en la edición de 2011, y conseguí terminarla por amor propio, no por haberme preparado adecuadamente. Eso convirtió al hecho de acabar y disfrutar de la edición de 2013 en un reto personal, y por ello aumenté el ritmo de entrenamiento el mes anterior, para presentarme en la mañana del 27 de Octubre listo para afrontar los 45 kilómetros Me esperaban cuatro subidas medias y dos fuertes, y sabía que el peor momento iba a ser la subida que venía tras el segundo avituallamiento, el de Robledo de Chavela.
Usando tanto el cerebro como las piernas, rodé con tranquilidad entre bosques unas veces y monte bajo otras hasta llegar entero a la cota máxima de la prueba, en el Km. 25, y me tiré por la larga bajada hasta Robledo con mucho cuidado, entre arena y piedras sueltas por rampas descarnadas que bajaban al fondo del valle. Abajo comí y bebí con generosidad, y a continuación encaré la subida que tan mal me lo había hecho pasar dos años antes. Fueron muchos minutos con el pulsómetro por encima de 160, pero llevaba encima más de diez meses de preparación, y llegué arriba sin haberme levantado del sillín.
Había llegado el momento de no bajar la guardia, porque lo peor había pasado pero quedaban más de diez kilómetros. Me caí por perder la concentración en la bajada hacia la vía del tren, y por supuesto no me salté el avituallamiento de Zarzalejo. A punto de culminar un año de trabajo no me iba a jugar una “pájara”. Me quedaban las dos últimas subidas: la primera dolió algo, y en la bajada posterior la horquilla maltrecha me lo hizo pasar mal. En la subida final el disfrute pudo con el dolor: a través del bosque se veían las líneas recias del Monasterio de El Escorial. Era el final del esfuerzo.
Tras pasar la meta recogí con orgullo el maillot exclusivo para los que hemos participado en las cinco pruebas del MTB 4 Estaciones de 2013, y después de una buena ducha y una mejor comida, colgué el quinto dorsal en el garaje. ¡Prueba conseguida!
Pero ¿será posible?, con lo bien que se va en moto…