Aquel bocadillo de sardinas (2ª parte)

No todas las irregularidades se ven, las sombras engañan, los matojos los disimulan, y lo que hubiera en el suelo se lo tragó la rueda delantera pero no la trasera, que hizo un tope de suspensión. De repente noté que mi cuerpo se iba levantando, como empujado por las caderas, luego que me ponía de pie sobre la moto y el manillar se alejaba hasta que se me escapó de las manos. Entonces vi que la moto se alejaba sola, deprisa, dejé de subir y comencé inevitablemente a bajar. Lo siguiente que recuerdo es que estaba tirado en el suelo, veía la Yamaha muy lejos, yo hacía evaluación de daños y una voz al lado me decía preocupada: “Pensé que te habías matado”. Sin pensármelo mucho y con la ayuda del preocupado, volví a la moto, que no estaba dañada y arrancó a la primera (¡benditas motos japonesas!) y continuamos por la pista hasta que alcanzamos a los que se habían parado para reagruparse. Como quitándole importancia me acerqué a la médico del viaje para contarle mi revolcón; entonces se inquietó y comenzó a explorarme. Estaba en esas cuando el desierto empezó a dar vueltas a mi alrededor, y me senté en el suelo hasta que se me pasó el mareo. En ese momento quien me había sujetado el casco señaló la marca que éste tenía en la parte posterior: había sido el golpe fuerte en la nuca el que había provocado la conmoción, un golpe suficientemente violento como para haber girado el casco integral de modo que la parte delantera casi me rompe la nariz. Terminé el recorrido del día dormitando en el asiento trasero de uno de los Patrol, con la mano derecha hinchándose por algún otro golpe.
Una de aquellas noches la pasamos en Serouenout, un fuerte de la Legión Extranjera, ya abandonado. Se construyó para controlar el primer pozo con agua potable desde Idelès, que está exactamente a 195 kilómetros. Cuando llegamos tenía agua, lo que supuso que alguno pudo ducharse, es decir: echarse un cubo de agua por encima, de pie y desnudo en medio de la nada, enjabonarse y aclararse a cubos en las mismas circunstancias.
La mañana siguiente arrancó como una más: recoger el campamento y tomar pista variada, esta vez con rumbo Norte hasta entrar en Iherir, un cañón con fondo de arena entre paredes de roca que no se podían ni escalar. El deterioro de las pistas de la zona, según los guías, aconsejaba cruzar este cañón, que tenía la salida no lejos de Djanet, un pueblo a 80 kilómetros de la frontera libia. Mediado el día, los de las motos nos habíamos enganchado unas cuantas veces en la arena, y habíamos esperado muchas a los coches, que se empanzaban con facilidad. Repetíamos la maniobra de palas, planchas y empujón, y volvíamos a la ruta.
Poco a poco el cielo se fue ennegreciendo, y luego comenzó a llover. Los bancos de arena se volvieron barrizales infranqueables, por el fondo del cañón comenzó a formarse un arroyo, y después de seis horas de lluvia el cañón era ya un río caudaloso. ¿Cuál fue exactamente el momento en que fuimos conscientes del paso de “dificultad” a “peligro”? ¿Cuándo nos dimos cuenta de que aquello no era una batallita que contar al regreso? ¿Que podía no haber regreso? Es la misma incertidumbre que se experimenta cuando uno tiene una molestia física y no sabe en qué categoría encuadrarla: no tiene importancia, o me tomo una pastilla, o pido hora para el médico, o voy a urgencias, o llamo ahora mismo a una ambulancia.
El río ya tenía hasta dos metros de profundidad, y un ensanchamiento del cañón había creado una laguna que lo bloqueaba. Nos era igual, porque estábamos agotados de sacar motos y coches del barro, y no podíamos continuar. Trepamos por un lateral para dormir por turnos, mientras otros hacían guardias por si subía más el nivel del río. Habíamos racionado el agua y la comida, y arrastrado las motos pendiente arriba hasta donde lo permitieron nuestras fuerzas, para que no las arrastrara la corriente.
Por mi parte, la palabra extenuación se queda corta para definir mi estado. Llegué al ensanchamiento en que acampamos más por las palabras de ánimo de mis compañeros que por mis fuerzas, me arrastré cañón arriba en busca de refugio, y allí me quedé dormido.
Durante la noche dejó de llover, y a primera hora decidimos que los que mejor montaban en moto salieran en busca de ayuda. Como suponíamos que la salida del cañón estaba cerca, y desde ahí había poco hasta Djanet, casi no llevaban ni agua ni comida. Así iban más ligeros, y nos dejaban víveres a los demás, que dedicamos el día fundamentalmente a recuperarnos del agotamiento.
El tercer día amaneció despejado, ya no corría agua por el cañón, y nadie venía a buscarnos. No quedaban agua ni comida para muchos días, por lo que decidimos salir de allí: las motos que quedábamos continuaríamos hacia la salida del cañón, y los coches volverían sobre sus pasos, temiendo que la salida Este estuviera inutilizable para ellos. Sin más equipaje que algo de agua y comida nos pusimos en marcha, y nos topamos con un infierno de barro: en ocho horas de esfuerzo, de desenterrar motos de trampas de barro, de hundirnos hasta los muslos para sacarlas, avanzamos diez kilómetros. Para ahorrar comida, nos arrastramos a los pies de una palmera escuálida, la primera en no se sabe qué distancia, y engullimos unos dátiles raquíticos. ¿Será por esto por lo que ahora disfruto con pasión de los dátiles dorados y gordos, y los compro por kilos cuando viajo por el Norte de Africa? A la vista del estado del terreno, y de nuestro lamentable estado físico, sobre todo de mi mano, solo quedaba una salida: abandonar las motos y continuar a pie. Allí se quedaron las Yamaha, los cascos y los guantes, y seguimos sabiendo lo duro que es caminar con las botas que llevábamos.
Esperábamos llegar pronto a la salida del cañón, pero cayó la noche sin vislumbrarla, y cenamos una pequeña lata de conservas para cuatro. Además, el frío intenso de la noche nos impidió dormir, porque no llevábamos tiendas ni sacos.
No es sencillo transformar en palabras lo que sentí aquel amanecer. Al haber maldormido, nos agrupamos aún de noche junto a un fuego, esperando echar a andar de nuevo en cuanto hubiera luz suficiente. Era una mezcla de soledad, esperanza lejana y confianza en el triunfo de la tenacidad. La sed y el hambre ya condicionaban nuestro comportamiento: hablábamos poco y hasta ahorrando palabras, para no forzar una lengua reseca que se pegaba al paladar. Los movimientos eran los justos, muy pensados para reducir al mínimo el gasto de energía. El agua racionada suponía beber un tapón de la cantimplora cada varias horas, y ese era un momento que se esperaba con alegría: el breve placer de la humedad en la boca, la sensación de energía recuperada cuando esos dos traguitos bajaban hasta el estómago.
Continuábamos caminando casi por instinto de supervivencia, porque los músculos se habían cansado hace días, y ni les dábamos tregua para recuperarse ni alimento para nutrirse. Aun así, tras cada parada para descansar y beber un tapón de agua, nos levantábamos con lentitud y retomábamos el lento caminar por el fondo de aquel cañón del que parecía que no íbamos a salir nunca.
¿Se es consciente en esas circunstancias del calibre del peligro que se corre? El deterioro físico es innegable, y el cerebro lo reconoce, pero la debilidad del cuerpo es inferior al instinto de supervivencia, que sigue extrayendo fuerza de donde no queda, e ilusión y esperanza de cualquier rincón. Por eso seguíamos andando en nuestro cuarto día en el cañón Iherir, pensando en que ni estábamos tan cansados, ni quedaba tanto para la salida, ni Djanet estaba tan lejos.
Todos hemos vivido un susto, una sorpresa que nos traslada durante un instante de la placidez al borde del final. Es tan rápido, que uno simplemente se asoma al límite y, antes de que asuma lo que hay, el impacto ya ha pasado. Quedan entonces la impresión interna, junto a la palidez, el temblor de manos, el sudor frío o el estómago encogido como reacciones fisiológicas. Sin embargo, la llegada lentísima de ese posible final se evalúa de otro modo, básicamente negándolo, porque viene demasiado despacio, porque no se quiere admitir, porque se piensa que habrá un remedio a tiempo.
(continuará)


2 Responses to Aquel bocadillo de sardinas (2ª parte)

  1. Avatar Tucán
    Tucán says:

    Man surrenders. Spirit won’t.

  2. Avatar Kanemoto
    Kanemoto says:

    LC dijo:

    ***Cuando llegamos tenía agua, lo que supuso que alguno pudo ducharse, es decir: echarse un cubo de agua por encima, de pie y desnudo en medio de la nada, enjabonarse y aclararse a cubos en las mismas circunstancias.***

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