La BMW y el Kalashnikov

Esta historia empieza al amanecer del 5 de Agosto de 1989 en Figuig, una ciudad del sureste de Marruecos fronteriza con Argelia, y los protagonistas somos la BMW K75 S de la foto, un Kalashnikov y yo.
Había llegado la noche anterior a Figuig procedente creo que de Midelt. La intención, después de una semana en Marruecos, era cruzar a Argelia y pasar allí otra semana, porque tenía billete para el barco que siete días más tarde me debería llevar de Orán a Alicante. El viaje lo estaba haciendo como se deben hacer los viajes: solo y en moto.
El puesto fronterizo estaba a las afueras de Figuig, al inicio de un palmeral. Cuando llegué acababa de amanecer, y el día estaba fresco porque el sol era poco más que un circulito naranja en el horizonte, y aun no se había puesto a su trabajo de cada día: convertir aquel lugar en un horno inhabitable.
Con un optimismo algo inconsciente, no hice mucho caso a las advertencias del aduanero marroquí: “No te van a dejar pasar”. Era mi primer viaje africano, por lo que mantenía la prepotencia del hombre blanco y solo pensaba en que esa noche podría dormir en Timimoun, a algo menos de 700 kilómetros de allí. “Estos días no dejan pasar ni a españoles, ni a ingleses, ni a los alemanes y a algunos más. Si quieres te sello el pasaporte, pero dentro de un rato te veo por aquí”. El aduanero continuaba con su letanía y yo no le prestaba atención, como si mi indiferencia tuviera algún peso ante la burocracia africana.
Guardé el pasaporte ya con el sello marroquí en el bolsillo de la cazadora y salí al exterior. Mi BMW, diseñada para deslizarse cómodamente por el pulcro asfalto europeo, destacaba por inapropiada en un palmeral del Sahara. La arranqué, me puse el caso y los guantes, y me dirigí a la parte argelina, mientras sentía bajo las ruedas la pista cubierta de arena.
Las rodadas me guiaron hasta una caseta prefabricada y plantada entre las palmeras. No había barreras, ni banderas ni señales. Ni falta que hacía. Paré de nuevo y entré en la caseta.
Me encontré con un tipo grandote, de rostro más apático que inexpresivo, con uniforme del ejército argelino y un Kalashnikov al hombro. Le saludé, le sonreí y dejé la documentación encima del mostrador que había entre los dos. La miró sin tocarla y me soltó: “No puede pasar”. Le miré, miré a mis papeles, sonreí de nuevo y dije con inocencia: “Está todo en regla, y me gustaría entrar en Argelia”. “No se puede pasar”. Ni siquiera había vuelto a mirar lo que había sobre el mostrador, ni había esperado a que acabara la frase. La había soltado sin más.
Volví a intentarlo, le conté que había visitado la embajada de su país en el mío, que les había llevado a las autoridades esa misma documentación que ahora estaba sobre el mostrador y que éstas habían dicho que no había pegas y que podía entrar en Argelia.
Entonces, para demostrar lo que valen en un palmeral del Sahara un pasaporte, una embajada, la opinión de las autoridades y mis ansias de viajero, sin mover un solo músculo de la cara, me apuntó a la tripa con el Kalashnikov y repitió: “No se puede pasar”. Entendí la indirecta y volví a la moto.
Tuve que aguantar el “Ya te lo había dicho” del aduanero marroquí, que a continuación me sugirió: “Inténtalo por la frontera de Oujda. No suelen poner pegas” Escribió con tinta roja “Annulée” sobre el sello de entrada y me devolvió el pasaporte. Saqué de una bolsa de viaje el mapa Michelin 953 y me asusté: había casi 400 kilómetros de carretera estrecha, sosa, rectilínea, cruzando el epicentro de la nada, entre Figuig y Oujda. Con las orejas gachas por la decepción y el estómago encogido por el efecto del Kalashnikov, dediqué la mañana a recorrer la cinta de asfalto más aburrida que había visto nunca (luego cambié de opinión: hay carreteras aun más aburridas, como las del Oeste de EE.UU. a 55 millas por hora, o la misma Transahariana).
Por fortuna no llevaba un termómetro para ponerle números al calor que quemaba la garganta al respirar y mantenía al sistema de refrigeración de la BMW funcionando al máximo. Sí recuerdo que la reverberación y la distorsión me hicieron ver varios lagos en medio de aquella nada, y que el asfalto se evaporaba y parecía fundirse en el horizonte. Guardo también un recuerdo algo doloroso.
Para protegerme sin achicharrarme llevaba una cazadora ligera y guantes cortos. Por el pequeño hueco que quedaba entre ambos, a la altura de las muñecas, se colaba el aire casi hirviente, que llegó a quemarme la piel. Encontré algo de alivio cerrando con gomas elásticas los puños de la cazadora y poniéndome cada noche pomada para las quemaduras en las muñecas.
Otra pega se refería al calor y al bajo octanaje del combustible de la zona, poco propio para el motor de alta compresión de la BMW. Para evitar picados de biela, no abría el gas a bajo régimen en marchas largas. La posibilidad de una cabeza de pistón agujereada en aquel lugar no era agradable.
A primera hora de la tarde llegué a la frontera de Oujda, una enorme explanada convertida en campamento por quienes pretendían lo mismo que yo. Un rato después ya sabía las pruebas que había que pasar: contratar un seguro para la moto, ya que la carta verde no es válida en Argelia; cambiar moneda; pasar un registro del vehículo y sellar el pasaporte. La única pega es que en la ventanilla del cambio de moneda me decían que primero tenía que sellar el pasaporte, y en la del sello que debía justificar que antes había cambiado las divisas. Aquel día comencé a entender Africa. Si alguien me hubiese dicho la frase que le repetían a Thierry Sabine, fundador del Dakar (“C’est l’Afrique, patron!”), le habría dado la razón.
Cinco horas después de parar la moto en la explanada, el funcionario del sello lo estampó en mi pasaporte. A continuación lo dejó encima de otros muchos que tenía a su derecha y exclamó: “¡El siguiente!” Era su manera de demostrar que tenía el poder; él decidía cuándo se ponían los sellos y cuándo se entregaban los pasaportes. Volví a la fila y cuando de nuevo alcancé la ventanilla, consideró que ya era el momento de entregarme el pasaporte sellado.
Crucé la frontera y, ya anocheciendo, entré en Tremecém. Me dejé aconsejar por los guías locales espontáneos, y dejé la BMW en el patio fresco y con fuente de una casa del centro, mientras yo me iba a dormir al hotel que me habían recomendado: “Hôtel Pension Restaurant el menzeh. Confort. Propreté. Cuisine soignée”, decía la tarjeta, poco dada a la modestia. No esperaba lujo alguno, aunque tampoco sospechaba lo que encontré: una sala de unos doscientos metros cuadrados, de techos altos y paredes encaladas, en la que hasta el último hueco estaba ocupado por decenas de catres. Y todos ellos, salvo uno, estaban ocupados.
Entendí que era uno de esos momentos en que no hay marcha atrás: muy probablemente aquel catre era el único libre a esas horas en Tremecén, los que me habían ayudado a encontrarlo se sentirían decepcionados si lo rechazaba, y además estaba cansado. Me quité las botas, metí el dinero, el pasaporte y las llaves de la moto en los bolsillos interiores de la cazadora, me abracé a ella y mientras cerraba los ojos recordé que Alá nos protege a los viajeros del desierto.
Cuando me desperté solo quedábamos en la inmensa sala mis pertenencias y yo. Con algo más de humildad y de confianza en los árabes, me puse en marcha para llegar a Timimoun en dos días.
Lo único digno de mención me pasó en algún lugar de aquellas carreteras solitarias y rectilíneas. Era otra llanura aparentemente más que vacía. Un par de señales de tráfico, descoloridas y tiradas por el suelo, decían que allí había un control. Aunque no ví a nadie, me detuve, paré el motor y me quité el casco. Al poco, un par de chavales, con uniforme del ejército argelino y Kalashnikov al hombro (¡otra vez!), salieron de lo que no parecían más que unas piedras y debía ser su escondite. Estaban revisando mi documentación cuando apareció: alto, delgado, poco más de cuarenta años, pelo corto y canoso, gafas oscuras, uniforme de campaña con algunos galones, pistola al cinto y actitud de quien está acostumbrado a que le obedezcan.
Se acercó a nosotros lentamente, y me dí cuenta de que solo miraba a mi moto, apoyada en el caballete en el centro de la carretera y con las llaves puestas. Sin quitarle ojo preguntó por el modelo y puso el motor en marcha. Me sorprendí. Luego se sentó y se interesó por las características técnicas. “Nunca he probado este modelo”. Me empecé a preocupar. Y de repente, en una de esas secuencias de movimientos que solo hace el que sabe montar en moto, la bajó del caballete, metió primera, salió disparado y se desvaneció en el resol del asfalto.
Me quedé petrificado. Mi moto, con el equipaje, se había evaporado. Después de proteger durante muchos días el motor, aquel tipo retorcía el puño mientras se difuminaba en el horizonte, y yo oía el cigüeñal girando como un molinillo, cada vez más lejano. ¿Y si se caía? ¿Y si reventaba el motor? ¿Y si, en fin, no volvía? Los dos soldados leyeron el estupor en mi cara e intentaron consolarme: que si era de fiar, que si había sido durante años de la escolta en moto de no sé quién,… Me daba igual, porque eran mi moto y mi equipaje.
Aun bloqueado por la sorpresa, y con el mismo ruido de motor estrujado, apareció de entre las reverberaciones del asfalto, paró la moto, se bajó y dijo en tono satisfecho: “¿Sabes? Me gusta como va”.
Me consolé en el Hotel El Gourara, una joya colonial francesa en Timimoun, que no solo tenía piscina, si no que además ésta tenía como medio metro de agua, por lo que los clientes nos bañábamos a trozos y por turnos.
El ambiente era formidable. Unos subían desde Malí o Níger, bien por Gao y Reganne, bien por Agadez y Tamanrasset. Otros bajaban hacia allá. Y todos hablábamos sobre motos, coches y el desierto, mientras engañábamos a la sed bebiendo de unos enormes botes de hojalata de un litro de capacidad, llenos de riquísimo zumo de naranja. Eran otros tiempos, porque por entonces ningún Bush había arrancado una guerra justiciera para imponer un nuevo orden, y ningún Al Qaeda sacaba partido a la miseria y a la desesperanza en nombre del fanatismo religioso.
El único triste era un italiano con el árbol de levas de su Yamaha XT600 redondeado: “Per la Madonna del Campiglio! Aquí no hay piezas, y el concesionario Yamaha más cercano es el de Alicante”.
Lamentablemente llegó el día de la partida, y con el sol apuntándose por el Este paré en el surtidor a la salida de Timimoun. De la casetilla salió el empleado con una estera bajo el brazo. Ni me miró. Extendió la estera en el suelo y comenzó a orar. Estaba claro que yo era el único en varios países a la redonda que no rezaba en dirección a La Meca en ese momento. Aproveché para llevar la BMW hasta los carteles que había al otro lado de la carretera, y la fotografié junto a los camiones de Sonatrach, los que nos había llenado de polvo cada vez que nos cruzábamos con ellos. Me recreé mirando un cartel de los que te expanden los horizontes: distancias medidas en miles de kilómetros, referencias a ciudades de tres países. Cuando tres días más tarde llegué a casa, estaba seguro de que aquel no sería mi único viaje por Africa.


One Response to La BMW y el Kalashnikov

  1. Avatar Anabel
    Anabel says:

    Sinceramente… Me ha encantado!!!!
    No dilates mucho en el tiempo el siguiente.