La obsesión por terminar

Aunque la Baja Africa sea la carrera con menos kilómetros del calendario supone el viaje más largo y más pesado: tres días y una hora nos llevó a nosotros, desde que salimos del taller de JRx4 Competición el viernes a las doce del mediodía hasta que volvimos, cansados y satisfechos, el lunes a la una.

El viaje de ida, conocida la incomodidad del Land Cruiser por carretera, lo hicimos de tres tirones: cuando llevábamos unos 200 Km. estábamos en algún lugar de La Mancha de cuyo nombre no me enteré y paramos a comer. Doscientos kilómetros más tarde no aguantábamos más y nos bajamos a estirar las piernas. Y del siguiente empujón llegamos al puerto de Almería, con tiempo de charlar con otros equipos que ya estaban allí, cenar algo y echar una cabezada (Sí, se puede echar una cabezada en un coche de carreras. Todo consiste en pensar que a uno le espera un fin de semana duro e intenso, y que en el barco se va a dormir poco y mal).

Como a todo buen viajero, me encanta la sensación de meter el vehículo en un barco, porque supone que se va a saltar la barrera del agua y al atracar se estará al otro lado. Pero como había decidido pasar el fin de semana con el programa de ahorro de energía permanentemente conectado dejé lo poético, y cuando aun no habíamos zarpado de Almería ya estaba durmiendo en el camarote. Ese sueño más la cabezada del coche sumaron del orden de siete horas, suficientes para atracar en Melilla a las siete y media de la mañana del sábado lleno de energía.

Nada más desembarcar, visita a una gasolinera (¡el diesel estaba a 0,91 €/litro!), verificaciones administrativas, verificaciones técnicas y reunión previa a la carrera. En ese momento nos recordaron que Melilla es peculiar y su carrera más, y que por diversas dificultades la especial tendría 11,3 Km. de recorrido y el tramo solo 26. Considerando que en la categoría de Históricos le dábamos dos vueltas al tramo, acabábamos de hacer un viaje de más de 600 Km. de carretera y casi ocho horas de barco para competir en solo 63 Km. Y nos faltaba volver.

Eso sí, los comentarios dejaban claro que el recorrido era un verdadero “rompecoches”, que se confirmó con algo oído por ahí: los cinco últimos kilómetros de la especial, que son los primeros cinco del tramo, están en la pista de pruebas de carros de combate que hay frente al cuartel de la Legión. En Melilla. Pocas bromas.

Al llegar a la especial se acabaron las sonrisas: terreno pétreo, con polvo denso arrastrado por un viento desapacible, poco agarre en un recorrido artificioso y forzado, todo él marcado con cintas. Y sobre todo, agujeros y socavones del tamaño de los carros de combate que pasan por la zona. Terminamos la especial algo asustados, sextos de siete inscritos en nuestra categoría, y por delante de los tres que ya se habían retirado: dos averías y un vuelco con evacuación en ambulancia.

Alvaro Ortega, mi nuevo copiloto, debutaba en raids y estaba a cuadros: su mucha experiencia en los rallies de asfalto, tierra y regularidad le decía que esto no tiene nada que ver: son tramos de velocidad pero secretos; las viñetas solo marcan desvíos y peligros, ni agujeros, ni curvas; y encima hay que estar atento a los trips y al crono.

En la asistencia vimos un amortiguador de la rueda trasera izquierda reventado sin reparación posible y, como faltaban dos horas hasta salir a la especial, nos fuimos a la habitación del hotel a echarnos la siesta.

A media tarde salimos a dar la primera pasada al tramo de 26 Km. y entendimos eso que nos habían dicho por la mañana de que la carrera de Melilla es peculiar. Como prácticamente no hay sitio en la ciudad para un raid, nos metieron por cualquier parte: rodeamos polígonos industriales, cruzamos vertederos y escombreras, y recorrimos parte de la valla que nos separa de Marruecos. El recorrido (insisto, solo 26 Km.) se hizo largo, complicado, retorcido; mezclaba asfalto, cemento, pedregales, polvaredas, todo ello con un sinnúmero de agujeros y socavones entre medias. Y quedaba lo peor.

El rutómetro decía que en el Km. 23 empezaban las trialeras. La primera era una doble subida a unos 60º de unos cuatro metros de altura cada sección, y tras un tramo llano una bajada a 45º de unos quince metros de desnivel. Como ya veníamos calientes, es decir, a ritmo de carrera, lo hicimos sin pensarlo. Tras alguna que otra sorpresa de menor entidad, llegamos a una subida descarnada, de unos veinte metros de altura a 60º con escalones intermedios.

Cuando se está concentrado, por ejemplo en competición, el cerebro humano aumenta su rendimiento, tanto en capacidad y rapidez como en memorización. Gracias a este segundo punto, recuerdo que al llegar frente a la subida me surgieron cuatro ideas de modo consecutivo:

a)    Un coche no puede subir por ahí.

b)    Y si lo conduzco yo menos.

c)     Pero si la han puesto en la carrera es que se puede subir

d)    Y si yo estoy corriendo me toca lanzarme.

En ese instante ya había metido la primera y, con el motor en el corte de inyección, las ruedas saltando entre los escalones y el estómago francamente encogido, coronamos la subida. Solo nos quedaba una última trialera, algo más corta, pero camuflada tras una curva ciega en una ladera.

Finalmente hicimos el enlace hasta la asistencia resoplando aliviados, y reconozco que el único disfrute del tramo fue haber acabado; entre sustos y agujeros no me lo había pasado nada bien. De hecho, fueron solo 37’ 35” con poco más de 20º C de temperatura ambiente y acabé con la ropa ignífuga empapada en sudor.

Los escasos veinte minutos de la asistencia sirvieron para reparar algunos puntos y, sobre todo, preparar una larga lista de daños: otro amortiguador, esta vez en la rueda delantera derecha estaba reventado, y el trapecio inferior de la rueda delantera izquierda tenía una fisura. Es decir, de las cuatro ruedas solo una estaba ilesa. Además, los soportes de las puntas derechas de los dos paragolpes se habían roto, y el capó motor hubo que fijarlo con cinta americana. Al menos Alvaro ya se iba haciendo a las novedades, y hasta sobreponiéndose a algún error del rutómetro.

Salimos a la segunda y última pasada al tramo más relajados, obsesionados por terminar en un terreno que se iba deteriorando más por el paso de los coches. De modo que pilotaba algo más despacio, Alvaro iba más centrado, tirábamos en las zonas fáciles y cuidábamos el cLand Cruiser en las difíciles.

En ocasiones se dice que el coche cruje, gruñe, se queja, y en realidad no son metáforas. Un coche en definitiva es una estructura formada por piezas unidas entre sí mediante soldaduras, tornillos, remaches, pasadores y apoyos de goma. Las aceleraciones y las frenadas, la fuerza centrífuga de las curvas o las irregularidades del terreno generan cargas sobre esa estructura. Estas cargas provocan pequeñas deformaciones; si la carrocería se deforma por torsión, al retorcerse se puede oír el roce de una moldura de plástico presionada por la chapa desplazada; si hay un tope de suspensión, se oyen los trapecios golpeando contra los topes de goma; si las ruedas saltan por entre los baches tocando el suelo esporádicamente, los chillidos del neumático al tomar contacto con el suelo recuerdan las sobrecargas en la transmisión. También en la mecánica hay consecuencias: las torsiones creadas en el motor y la cadena cinemática cuando casi 200 CV pugnan por subir una pendiente en mal estado generan unas deformaciones por el principio de acción y reacción. Esas deformaciones en la carcasa de la caja de cambios pueden influir en el delicado mecanismo interno del selector, de modo que se salte la marcha y aparezca un falso punto muerto en plena trialera. Eso fue lo que nos pasó.

De modo que estábamos a unos 60º de inclinación, en medio de los agujeros, con 15 metros de caída por detrás, el motor girando en vacío y el Land Cruiser comenzando a bajar marcha atrás. Mi primera reacción fue, claro, inconsciente: pisar los dos pedales del lado izquierdo, meter marcha atrás, manotear en el volante para enderezar la carrocería, soltar los pedales y dejarlo bajar despacio. En más de una ocasión pensé que bajábamos rodando, pero al final llegamos al pie de la trialera con las cuatro ruedas en el suelo. Una vez allí, el tiempo justo para decir “¡Uff!”, primera a fondo, la mano izquierda agarrada con fuerza al volante y la derecha sujetando la palanca de cambio para que no se volviera a saltar la primera. Llegamos arriba por los pelos, con el morro asomándose por encima de la cuesta y los Cooper gruñendo sobre la tierra reseca mientras el motor daba las últimas bocanadas antes de calarse. Pero llegamos.

Nos quedaba la trialera final, más corta y más irregular que la anterior, por lo que me eran imprescindibles las dos manos sobre el volante, de modo que me tocó delegar: “Alvaro, ahora sujeta tú la palanca con la mano izquierda, que estamos llegando”. Medio kilómetro más allá estaba el cronometraje de final de tramo, y unos metros más adelante los suspiros de alivio mientras el comisario nos sellaba el cartón.

Habíamos acabado la carrera (van tres de cuatro) y los puntos nos colocan quintos en la provisional de la categoría no lejos de los cuartos. De modo que después de dejar el coche en el parque cerrado, nos dimos una buena ducha seguida de una mejor cena con unos cuantos compañeros de las carreras.

Pudimos dedicar parte de la mañana del domingo a ver algunos coches de las otras categorías hacer el tramo de la pista de pruebas, sí, justo frente al cuartel de la Legión, y de inmediato bajamos al puerto a coger el barco de las dos. Tras comer y disfrutar de la siesta a bordo, atracamos en Almería ya anochecido y condujimos un rato para llegar a dormir más acá de Granada. A la mañana siguiente alcanzamos Madrid y dejamos el Land Cruiser en JRx4 Competición con una lista de trabajos demasiado larga.

Como el calendario ha vuelto a cambiar (y no será la última vez) parece que tendremos unas cuatro semanas entre Melilla y Jaén para repasar el coche y prepararnos nosotros. Será una carrera más larga y más natural, a la que iremos con un triple objetivo: divertirnos, acabar y ganar otro puesto en la general.


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