Jugando con los límites

En realidad, no existen. Límite es el nombre que pudorosamente le damos a lo que hay más allá de la zona en la que estamos cómodos, a lo que se ubica donde están nuestros miedos, a donde pensamos que no podemos llegar.
Había oído muchas historias de las que se escuchan con los ojos abiertos y la mente asombrada sobre carreras largas en barrizales, sobre roderas de medio metro de profundidad, coches caídos en los sembrados, rescates imposibles cuando se ha acabado en la cuneta o en una acequia, y me sonaba a lo que solo hacen los pilotos buenos. Pero esta vez me ha tocado hacerlo a mí, y hemos acabado de una pieza y en el podio.
Y eso que empezamos con prisas: recogí el Land Cruiser el jueves antes de la carrera, y conocí al copiloto para Burgos, Abel Barriga, el mismo viernes por la tarde. Conseguimos que el trip funcionara mínimamente en el enlace entre el parque cerrado y el tramo especial del sábado, y no lo terminamos de arreglar del todo hasta el sábado por la noche. Los interfonos estuvieron inactivos hasta cinco minutos antes de salir al tramo, y toda la carrera la hicimos con un gato prestado porque el nuestro no daba presión.
El tramo especial del sábado estaba en Salas de los Infantes, en una ladera abrupta preciosa, con castillo en lo alto. A ratos rodábamos dentro de un bosque y a ratos en pistas sencillas aunque escarpadas. Las fotos del sábado se distinguen bien de las de domingo: el coche aparece limpio. El planteamiento para el segundo día de carrera estaba muy claro, y no se cumplió en absoluto: nos prometieron pistas anchas y rápidas, adelantamientos fáciles, mucho tirar de cuarta y quinta en las rectas y hacer cruzadas en las curvas; todo ello en un tramo de 300 kilómetros al que todos, salvo nuestra categoría de Históricos, darían dos vueltas.
Todos esos kilómetros a buen ritmo suponen muchos litros de combustible y nosotros mantenemos el depósito de serie de solo 90 litros. Por eso llenamos el sábado por la tarde verdaderamente hasta arriba: despacio, para que salieran las burbujas, haciendo paradas para que salieran más burbujas, y al final agitando el coche para que salieran las últimas burbujas. Aquí hay que reconocer que lo de agitar con el brazo el Land Cruiser es, en este caso, prácticamente simbólico, porque con muelles duros ni el brazo de Popeye lo mueve.
Igualmente pensaba que 300 kilómetros rápidos bajo un sol castellano de poema de Machado exigirían beber mucho. De modo que a la mochila de agua habitual (litro y medio, a mi izquierda) le añadí el “Camelback” de la bici de montaña, dos litros más, para los que encontré un hueco entre el bacquet y la centralita de los interfonos.
Sin embargo, las noches de viernes y sábado fueron de lluvia constante, por lo que el domingo amanecimos frente a 300 km. de pistas de tierra dura cubiertas por una capa de barro denso, como cemento negro, sobre el que no valía la pena acelerar a fondo en primera al salir de las curvas, porque las cuatro ruedas giraban en vacío, y había que pasar a segunda con el motor aun a medio régimen. En las fotos del tramo se ve con claridad que las salpicaduras de barro no pasan de la línea de la cintura del coche, prueba de su densidad casi de piedra.
En el kilómetro 20 se averió el pedal del trip, por lo que desde ese momento Abel ponía a cero los parciales con la mano, si los baches le dejaban. En el 23 alcanzamos al Land Cruiser azul con el dorsal 46, que a su vez perseguía al enorme Patrol GR largo de Mickey Thompson. Con los coches casi siempre de lado y las cunetas embarradas diciendo ¡llámame!, no me atrevía a pasar a ninguno. Nos alcanzó nuestro rival el Range Rover rojo de Javier Pérez, y nos quedamos los cuatro en caravana hasta llegar a una zona de badenes ya en el km. 53. En cada badén cabía un Land Cruiser enterito, y allí conseguimos pasar al coche azul y el Range nos pasó a todos. Subimos el ritmo, … y nos saltamos el siguiente cruce, por lo que perdimos todas las posiciones que habíamos ganado.
Reanudamos la persecución, y en el km.108 (¡solo un tercio de carrera!) dejó de funcionar el lavaparabrisas. Rodando solos no suponía gran dificultad, porque el barro denso no llegaba a manchar el parabrisas. Pero cuando alcanzamos al Patrol GR, el barro que escupía me dejaba a ciegas. No me atrevía a arriesgar un adelantamiento, ya que con el parabrisas sucio no identificaba bien el estado del terreno. El principal culpable era un pegotón de barro que se había quedado a vivir en la parte superior izquierda del parabrisas; cada vez que los limpiaparabrisas barrían, extendían parte de ese barro por el resto del cristal. Al final, tomamos una decisión juiciosa: “Abel, ¿queda algo de papel de taller en el hueco de tu puerta? Pues haz dos mitades, cuando encuentre un hueco nos paramos y nos bajamos a limpiar”. Y así lo hicimos, en una mañana fría y húmeda de Castilla, como los niños rumanos que limpian los cristales de los coches en la Castellana a cambio de una limosna.
Con el parabrisas limpio (¡qué fácil es pilotar cuando se ve!) volvimos a la carrera, ya casi dando por perdido el cazar al Patrol GR. Sin embargo, allá por el km. 170, al salir de una horquilla a la izquierda, nos lo encontramos intentando salir de la cuneta derecha, en la que se había caído. Aceleré con cuidado mientras intentaba llevar el Land Cruiser a la izquierda para pasarle, pero el barro dijo que no: comenzamos a deslizar hacia la derecha, como seguramente había hecho el Patrol unos momentos antes, y acabamos en la misma cuneta y haciendo lo mismo: primera corta, bloqueo del diferencial central, gas con la delicadeza de un neurocirujano, y dedos cruzados. Salimos los dos a la vez, y volvimos a la persecución.
A estas alturas ya había hecho en varias ocasiones cosas que creía que no sabía hacer. Como enderezar el coche después de que haya deslizado hacia un lado, al compensar haya deslizado al contrario, al volver a compensar haya vuelto a deslizar, … y así en un angustioso movimiento de péndulo a cámara no tan lenta, en que el coche se tuerce a un lado y entre un ágil manoteo y golpes de gas se esfuerza uno porque el morro del coche y mis intenciones apunten al mismo sitio. Si escribo algunos números la magnitud del movimiento quedará más clara: pesamos el Land Cruiser en la báscula de la Federación durante las verificaciones de la carrera de Serón: 2.040 kilos, listo para correr, aunque sin copiloto ni piloto. La ficha técnica dice que, sin la rueda de repuesto en el portón, la longitud del vehículo es de 4.665 mm. Estamos hablando, por tanto, de un pequeño autobús, con el que no hay que pelearse, por el contrario hay que tratarle con cariño y algo de firmeza para que vaya donde uno quiere.
Con todo, concluir con éxito, y varias veces, una maniobra aun más complicada que la anterior es lo que me dejó más satisfecho. En ocasiones se rueda sobre un camino de ladera en el que, por ejemplo, a la izquierda está el talud, y a la derecha, medio metro más abajo, el llano sembrado. Si el coche empieza a cruzarse hacia el lado izquierdo, probablemente golpeará en el talud y rebotará hacia la derecha, con peligro de caer en el sembrado volcando. Y si se cruza hacia el lado derecho, hay muchas posibilidades de caer de lado, es decir, de varias vueltas de campana. ¿Cómo se sale de ésta? Si no se puede controlar el coche sobre la pista, y antes de caer de lado, ¡se tira el coche de frente hacia el sembrado! Con el suficiente golpe de gas, y después del vuelo, se aterriza más o menos en plano y, una vez con el coche bajo control, se busca la manera de volver al camino. Por supuesto que no se puede perder la inercia, ya que eso significaría quedarse atascado en el barro. Lo que sí se pierde, vamos a reconocerlo, es el color de la cara.
Aun estábamos en el km. 170 cuando me parecía que llevábamos una vida metidos en el Land Cruiser. Allá por el 208 empezó a chispear, lo que limpió algo el parabrisas y volvimos a ver algo mejor. Mi retaguardia ya había pasado hace mucho tiempo de dolorida a insensible cuando nos llevamos una sorpresa en una trialera que debía estar alrededor del km. 240: subida de tierra muy erosionada por las lluvias del invierno, haciendo eses entre árboles. Y allí estaba, con la rueda trasera derecha colgando, el Land Cruiser de Joan Roca. Si en nuestra categoría éramos cuatro los inscritos y Joan había roto, y aguantábamos otros 60 km., ¡haríamos podio!
Me olvidé del reloj y de los kilómetros, del miedo a volcar y de que era imposible frenar en aquel barrizal sin que el coche se pusiera de lado. Me centré en controlar las frenadas, en hacer cada curva con el gas necesario para mantener el control, en beber de vez en cuando, en no calentarme cuando veía que nos acercábamos a otro coche.
Por eso, cuando al coronar un cerro vi al fondo los torreones del Parador de Lerma no me lo creí. “Tres kilómetros para meta”, dijo Abel. No era consciente de lo dura que había sido la Baja Tierras del Cid 2010 hasta que llegamos al parque cerrado y vimos dentro los coches supervivientes: habían cortado la carrera porque una segunda vuelta habría sido inviable. Solo los dos primeros, veteranos del Dakar a bordo de prototipos, habían dado la vuelta en menos de las 4 h 35’ que la organización había previsto como máximo. Y de los 48 inscritos, solo habíamos llegado 28.
Después de bajar del podio he comprendido que soy capaz de pilotar durante 5 h 11’ 16” con el coche de lado, que puedo sacarlo de las cunetas, tirarlo a los sembrados, volver a la pista y regresar por carretera a casa tras la carrera como si no hubiera pasado nada. Bueno sí, una cosa: que ahora los límites están mucho más allá.


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